Decidimos luchar.
Decidimos ser fuertes.
No sé cuánto tiempo pudo pasar desde que tomamos la decisión
de darnos las manos.
Te vi subir, uno a uno, los peldaños de la vida. Persiguiendo
tus objetivos.
Te vi, siempre, tan llena de vida. Ofreciendo mucho más de
lo que te daban a ti.
Te vi reír.
Te vi llorar.
Te vi enfadada.
Te vi ruborizarte.
Te vi… Tan solo, te vi.
Desde el día que nos conocimos, supe que serías la persona
con la que querría pasar el resto de mis días.
No existía momento en el que no brillaras con luz propia,
incluso entre esas malditas cuatro paredes que intentaron asfixiarte durante
catorce meses.
Creo que, siempre, supe que ibas a cambiarme la vida. Me
harías verla con otros matices y entenderla como solo tú la entendías.
Muchos días, cuando la quimio te volvía débil y te veía
dormir durante horas, me preguntaba por qué tenías que ser tú y no otra
persona.
A veces, cuando la vida se volvía gris y mi sonrisa
desfallecía, sacabas fuerzas (no sé de dónde) y me hacías prisionero de tu
labios.
Sé que me perdonaste pero, aun así, te pido perdón por los
momentos en los que te dejé sola. Muchas tardes las lágrimas me volvían cobarde
y no me permitían abrir la puerta de tu habitación.
Catorce fueron los meses que decidiste demostrarme, una vez
más, que tus ganas de vivir y de respirar eran reales.
Pero un domingo de abril, el destino decidió por ti.
Decidió que tenías que volar lejos de aquí, lejos de mi,
lejos de todo.
El árbol que me hiciste prometerte que plantaría el día que
te fueras, me hace compañía en el jardín que, una vez, fue nuestro hogar.
Cada mañana, me levanto y le miro. Me hace sentir que,
aunque no estés aquí, sigues aportando luz a este mundo, sigues siendo VIDA.
Gracias por haber compartido tu tiempo conmigo.
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